Monday, October 05, 2015

La vejez del nuevo mundo




Arcana Mundi: La vejez del nuevo mundo

Capíulo I del libro Arcana Mundi- Alta Extrañeza
por Scott Corrales


Basta con abrir cualquier libro de historia universal que aborde el tema de las civilizaciones que existieron en el continente americano antes de la llegada de Colón a Guanahaní en 1492 (o la llegada de Leif Erikson a Vinlandia, si se prefiere). Las tierras que van desde el estrecho de Bering hasta el golfo de México, nos informarán los textos, estaban mayormente vacías, pobladas por escasas tribus que vivían en las planicies o en los bosques, dedicados a la caza y la agricultura. La construcción de grandes civilizaciones estaba reservada a Mesoamérica y la cordillera de los Andes, cunas de culturas impresionantes y cuyo adelanto superaba por leguas el de las tribus que existían más allá de sus fronteras.

En América del Norte conocemos estas tribus poco avanzadas por sus nombres: los inuit que persisten hasta nuestros días en el circulo polar, los chippewa de los Grandes Lagos, los iroquois de los bosques de lo que sería Nueva York y cientos de agrupaciones pequeñas, algunas que formaron comunidades religiosas impresionantes como Cahokia y los aún desconocidos Anazasi, cuyas ruinas aún pueden verse en el desierto del suroeste de Estados Unidos. Nos dejaron puntas de flechas, un poco de cerámica, algunos objetos de culto y nada más. Las leyendas de estas tribus, sin embargo, siempre dejan claro que las tierras que ocupan en la actualidad fueron ocupadas por otras culturas de las que se conoce poco

Estados Unidos Antes de Cristo


La jovencísima misionera mormona no dejaba de sonreir al vez que me entregaba cada vez más y más panfletos sobre su fe. “¿Ha oido hablar de nuestra religión?”

Acto seguido, pasó a pronunciar un discurso bastante bien memorizado sobre las virtudes y metas de la Iglesia de los Santos de los Ultimos Días y el mensaje que el libro de Mormón guardaba para mi. Uno de los materiales que tuvo a bien de darme esa mañana de primavera sí consiguió llamar mi atención: se trataba de una estampa mormona que ilustraba un evento ocurrido en la “América primitiva” en la que los danitas y nefitas se disputaban el control del continente desde urbes con nombres como Cumorah y Zarahemla. Indagaciones posteriores revelarían la existencia de grupos de investigación mormona enfrascados en la labor de precisar la ubicación exacta de estos imperios antiguos – algunos asignándolos a la region de los indios pueblos en el suroeste de Estados Unidos, otros con la cultura maya del Yucatán, y aún otros con la imponente Cahokia en el centro del país, una verdadera metrópoli indígena que supuestamente dio refugio a doscientos cincuenta mil habitantes.

Los antropólogos se desternillan de risa ante todo esto, aunque hay detalles un tanto inexplicables sobre los hechos sucedidos en Norteamérica en eras anteriores a la actual: osamentas gigantes, algunas de ellas con cuernos; ciudadelas olvidadas por el paso de los siglos; carreteras perfectamente trazadas que se remotan a eras desconocidas...¿pruebas de que existió una civilización avanzada en esta parte del mundo hace milenios, o pura superchería?

“Através de los valles de los ríos Mississippi y Ohio se encuentran todas clases de estructuras antiguas”, escribe el destacado autor John A. Keel en su obra Disneyland of the Gods (Nueva York: Amok Press, 1987), “y los restos de una civilizacion que pudo haberse comparado a las primeras civilizaciones del valle del Indo en la India y en el Nilo de Egipto. Las investigaciones en las capas superiores de los llamados «montículos indios» han revelado artefactos de hierro, cobre y distintas aleaciones. Los indios norteamericanos carecían de conocimento alguno sobre la metalurgia, y se limitaban a forjar hachas de hierro meteórico, una sustancia tan poco común que las hachas se reservaban para ocasiones religiosas y ceremoniales. Sin embargo, se han encontrado armaduras de cobre, diestramente confeccionadas de tubos de cobre, en algunos montículos. Existe un gran número de esqueletos con narices de cobre, aparentemente parte del rito de entierro; preparaciones tan delicadas y complejas como el procedimiento egipcio de la momificación”.

“En la región de los Grandes Lagos existe una red de antiguas minas de cobre”, prosigue Keel. “Algunas de éstas minas estaban en uso hace dos mil años, y debieron haber requerido miles de obreros para extraer y refinar el mineral. La cultura india giraba en torno a puntas de flecha de sílex y pieles de animal, no a la minería y a la metalurgia...La evidencia concreta que hallamos através de todo el continente señala que una cultura adelantada floreció aquí mucho antes de la llegada de los indios através de su cruce mítico del estrecho de Bering. Debido a que los montículos, templetes etc., son sorprendentemente parecidos a los que se encuentran en Europa, Asia y hasta las lejanas islas del Pacífico, podemos especular que dicha cultura fue mundial. Probablemente alcanzó su cenit antes de la glaciación hace diez mil años, y deterioró debido a las catástrofes geológicas. Esta cultura realizó mapas del planeta entero, y fragmentos de esos mapas sobrevivieron el paso de los siglos hasta que llegaron a las manos de Colón. Los gigantes, que una vez habian cargado enormes bloques de piedra de un lugar a otro, y construyeron los monolitos que aún se yerguen sobre todos los continentes, gradualmente decayeron a un estado salvaje y fiero, motivados a ello por la necesidad de sobrevivir. Posiblemente la Atlántida no se haya hundido bajo el mar. Tal vez estemos viviendo en ella.”

Pero...¿siempre fue así?

A pocos kilómetros de dónde se escribe este trabajo existe una formación rocosa natural que fue modificada por la mano del hombre en épocas desconocidas. Conocida como “Rock City” (ciudad de las piedras) esta fortificación natural fue utilizada por los indígenas que lucharon contra los ingleses en el siglo XVIII, pero estos defensores no fueron responsables de las modificiaciones. Esta formación modificada yace sobre uno de los depósitos de cuarzo más grandes del continente, y algunas de sus enormes columnas pétreas de 25 metros de altura formaron parte de los ritos de la tribu séneca. Los fuegos rituales encendidos en “Signal Rock”, un promontorio de piedra dentro del recinto, podían verse a 45 millas de distancia en la actual Holland, NY; otra formación rocosa que atrae a miles de visitantes al año es la “piedra oscilante” – un enorme pedruzco que supestamente está perfectamente balanceada sobre un fulcro invisible.

Rock City es tan solo una de muchísimas estructuras claramente artificiales o modificadas por el hombre que se extienden a través de Estados Unidos y el sur de Canadá, sugiriendo la existencia de una sociedad organizada que existió mucho antes de la llegada de las tribus que se enfrentarían a los colonos europeos. Una sociedad que nos legó estructuras, monedas extrañas y leyendas sumamente raras que han sido descartadas por la antropología oficial...un pueblo desconocido que además de erigir fortificaciones, sustrajo más de tres millones de toneladas de cobre de las minas del Lago Superior y creó un impresionante sistema de carreteras. Hay evidencia de que esta civilización también extrajo petróleo de sitios tan dispares como Enneskillen, Canadá y el estado de Kentucky milenios antes del siglo XIX. Las tribus que ocupaban estas regiones a la llegada de los primeros europeos no conocían los metales, ni necesitaban caminos, ni requerían petróleo. Todo un enigma, no cabe duda de ello.

Los séneca – sobrevivientes de la poderosa confederación de los iroquois, que desalojaron otras tribus de esta región de norteamérica – afirman que existió una tribu perdida, los tudulo, que posiblemente hayan sido los habitantes primigenios de la zona. Otras leyendas apuntan a la existencia de gigantescos caníbales – los allegewi – que a pesar de su ferocidad y gran estatura, fueron desalojados por tribus de estatura normal tras grandes batallas de las que aún encuentran restos los arqueólogos (aunque, por supuesto, sin haber hallado las colosales osamentas de los allegewi caidos en batalla). Si tomamos en cuenta que sí existieron primates de altura colosal, como el gigantopiteco (3 –4 metros caminando de forma erguida) y que se han producido avistamientos en nuestros tiempos de “verdaderos gigantes” como los denomina el criptozoologo Loren Coleman, no debemos descartar la posibilidad de una tribu de seres de estatura comparable con la de los “anakim” bíblicos.

A comienzos de la década de los ’70, la revista Wild West publicó un trabajo de Ed Earl Repp—escrito en 1899-- acerca de las investigaciones de los arqueólogos H. Flagler Cowden y su hermano, Charles C. Cowden en torno a los misterios del oeste estadounidense y las antiguedades del desierto. Repp afirma haber estado presente cuando los hermanos Cowden desenterraron la osamenta de uno de los seres humanos de mayor estatura y antigüedad hallados en los Estados Unidos. Los Cowden afirmaron que el fósil se trataba de una hembra gigante que perteneció a una raza de seres antiguos que desapareción cien mil años atrás. Carentes de los sistemas de datación radiactiva que disponen nuestros sabios actuales, los hermanos determinaron la edad de los huesos con base a la cantidad de sílice presente en la arena y tierra que rodeaba su descubrimiento, así como el grado de cristalización de la médula ósea. Como si fuera poco, el hallazgo también incluyó osamentas de mamíferos prehistóricos y restos vegetales.

Cabe preguntarse qué fue de estos restos, ya que habrán ido a parar al sótano de algún museo. La cúpula antropológica estadounidense suele hacer caso omiso de tales descubrimientos, afirmando que los supuestos hallazgos de gigantes suelen corresponder a mamíferos erróneamente identificados o, en el peor de los casos, intentos por parte de investigadores “creacionistas” por encajar la ciencia con el dogma religioso de las sectas evangélicas (caso de las fascinantes huellas del rio Paluxy).

Pero el descubrimento de los Cowden no acababa ahí. Escribe Repp que el hallazgo – realizado en el Valle de la Muerte de California – tenía detalles adicionales, tales como la presencia de extraños “botones” a lo largo de la espina dorsal que sugerían la posibilidad de que dichos seres tuviesen cola; los incisivos en la mandíbula de la giganta también eran más grandes que los del hombre neandertal o Cro-Magnon. Más interesante aún resulta la teoría postulada por estos arqueólogos del siglo XIX en cuanto a la extinción de estos primates: en la lejana época en que estas criaturas caminaron sobre la tierra, el Valle de la Muerte era un pantano tropical; pero la repetina llegada de la primera glaciación tomó por sorpresa a los habitantes de este mundo primigenio, congelándolos con feroces vientos y hielos que acabaron aplastando la zona bajo múltiples capas de lodo glacial.

¿Fueron estos seres simios gigantes como el gigantopiteco u otro género de seres que caminaron las tierras del continente americano en la noche de los tiempos? ¿Serían los ancestros de los allegewi expulsados por la llegada de tribus humanas de estatura más corta?

El reino bajo las montañas

En el abrir y cerrar de los ojos hemos ido desde las montañas de Nueva York hasta el Valle de la Muerte. Antes de seguir nuestro viaje en busca de reinos perdidos, detengámonos en las cordilleras que rodean este misterioso valle desértico, cuyas temperaturas son las más cálidas del continente, para explorar un misterio sobrecogedor – el reino bajo las montañas.

Para los entusiastas de los libros de J.R.R. Tolkien, el reino bajo las montañas era una de las sedes de los enanos que forjaban metales en la mítica tierra media; la supuesta ciudad que se oculta bajo la cordillera Panamint es un tanto más tenebrosa, ya que en vez de estar ocupada por tozudos enanos enfrascados en sus tareas, es “la ciudad de los Shin-An-Auv” en las tradiciones de los indios paiute.

Estas leyendas indígenas fueron recogidas por dos autores: Bourke Lee en su libro Death Valley Days y el investigador de los sobrenatural Vincent H. Gaddis en su trabajo Tunnel of the Titans. Ambos autores coinciden que en 1920, Tom Wilson, un explorador indio, afirmó que su abuelo había descubierto la cavernas del Valle de la Muerte y se había pasado tres años explorándolas, entrando en contacto con seres que “hablaban un lenguaje raro, consumían alimentos muy extraños y usaban vestimenta hecha de cuero”.

Poco antes de que el taciturno Wilson diera a conocer su historia, el gambusino Albert White sufriría un accidente en una mina abandonada del puerto de montaña de Wingate que confirmaría la narración del indígena: el buscador de oro cayó por un agujero en el piso de la mina, yendo a parar a galerías totalmente perdidas de la antigua operación minera. Abriéndose paso por la galería, White encontró una serie de cuartos en los que silenciosamente imperaba la muerte: cientos de momias vestidas en extrañas ropas de cuero, algunas de ellas colocadas en nichos, otras sobre el suelo, y otras más sentadas en torno a mesas.

Pero la sed de oro venció el temor del gambusino ante tan macabro espectáculo: White afirmó haber encontrado lanzas, escudos, estatuillas y pulseras de oro repartidas por doquier. Otras cámaras contenían oro en lingotes y recipientes llenos de piedras preciosas. La arquitectura subterránea parecía corresponder a la megalítica, con enormes losas de piedra que servian de puertas, montadas sobre goznes invisibles. El gambusino White alegadamente regresó varias veces a las catacumbas de los Shin-Au-Av en tres ocasiones, acompañado por su mujer en una de estas visitas y por su socio Fred Thomason en otra.

Y sería Thomason el que informaría al escritor Bourke Lee acerca de los detalles del reino bajo las montañas, diciendo que se trataba de un tunel natural de más de veinte millas de extensión que atravesaba la ciudad subterránea, las bóvedas de tesoro, los aposentos reales y las cámaras del consejo, conectándose con otra serie de galerías o respiradores en las laderas de la cordillera Panamint que parecían ventanas y que dominaban el Valle de la Muerte desde una gran altura.

El socio del gambusino especuló que dichos respiraderos eran, en efecto, entradas que habían sido utilizados para embarcaciones que navegaron las aguas del Valle de la Muerte – hace más de cien mil años, cuando había agua en dicho lugar.

Pero la narración de Bourke Lee no se detiene en ese detalle. Thomason regresó posteriormente con el indio Tom Wilson, actuando de guía para un grupo de arqueólogos profesionales que pudieron poner su natural escepticismo a un lado para ir en pos del misterio, pero no hubo manera de encontrar la entrada a la ciudad perdida de los Shin-Au-Av – como si jamás hubiese existido. Wilson y su grupo encontraron un pozo de mina “que no tenía derecho a estar ahí”, según cita textualmente Bourke Lee. Al descender, los exploradores encontraron que se trataba de un pozo ciego. Se intercambiaron acusaciones de fraude cual saetas, pero tanto Thomason como Wilson gozaban de buena fama en la región desértica de California y la opinión final fue que algún terremoto había causado el desplome que negó el acceso a la ciudad perdida.

¿Existe, pues una ciudad perdida debajo de la cordillera Panamint, legado de una civilización norteamericana que existió hace decenas de milenios? No lo sabemos. Sí es cierto que el Valle de la Muerte y sus regiones aledañas han sido exploradas desde el siglo XIX por gambusinos y otros buscadores de fortunas. El más famoso de ellos, “Death Valley Scotty”, consiguió amasar una fortuna considerable y hacía alarde de saber como llegar directamente hasta la ciudad perdida, pero se llevó su secreto a la tumba. Como ha especulado el autor George Wagner, es muy posible que la riqueza casi inexhaustible de Scotty, que puede apreciarse hasta el día de hoy en su mansión al borde del Valle de la Muerte, haya provenido de la milenaria ciuad de los Shin-Au-Av.

Pero el reino bajo las montañas no desaparecería para siempre.

En 1931, F. Bruce Russell, médico jubilado y buscador de tesoros, supuestamente visitó el Valle de la Muerte para explotar una concesión minera cuando – al igual que sucedió con el abuelo de Tom Wilson – la tierra cedió y el gambusino acabó en una cueva que contenía varias habitaciones. Pero en vez de momias vestidas de gamuza y oro por todas partes, Russel encontró varias momias gigantes cuya estatura superaba los ocho pies de estatura (2.5 metros) así como restos de antorchas antiguas que habían sido humedecidas en brea. Más inquietante aún era el montón de enormes huesos animales que ocupaba parte de la cueva.

Russell salió del agujero para regresar varias veces en años posteriores, investigando la caverna y los pasillos que la conectaban a otras estructuras bajo la superficie del desierto y a siete millas de su entrada accidental a este mundo de tinieblas. Pudo advertir que muchos de los pasillos habían sido obstruidos para siempre por derrumbes, pero aún así pudo investigar treinta y dos cuevas que parecían ocupar un espacio de ciento ochenta millas cuadradas bajo el Valle de la Muerte y el sureste del estado de Nevada.

Uno de los supuestos descubrimentos de mayor interés para Russell fue una sala que conservaba los restos de dinosaurios, tigres diente de sable y mastodontes, colocados de manera ordenada para fines de veneración.

En 1946, Russell se acercó a Howard Hill, amigo personal y vecino de Los Angeles, California, para formar una organización destinada a explotar la indudable importancia de este mundo importancia. Hill y varios asociados acompañaron a Russell y entraron en las tumbas, viendo con sus propios ojos no sólo las osamentas de bestias prehistóricas sino también las momias gigantes.

El 4 de agosto de 1947, Howard Hill emitió un comunicado de prensa advirtiendo a mundo sobre el sensacional hallazgo que cambiaría no sólo el concepto existente de la América primitiva, sino de la historia humana. Curiosamente ningún periodista se interesó en el asunto y la ciencia hizo caso omiso. Sumamente molesto, Russell decidió que la única manera de interesar al publico sería convocar una rueda de prensa en la que presentarían artefactos extraídos del descubrimento subterráneo.

Una rueda de prensa que, por cierto, jamás llegó a celebrarse.

Siempre según Howard Hill, el automóvil que conducía Russell apareció abandonado en el desierto sin rastro de su propietario. En el asiento trasero estaba un portafolios vacío, que supuestamente estaba lleno de dinero y algunas muestras tomadas de las galerías subterráneas. Los familiares del explorador dieron parte a las autoridades, y por más pesquisas que se hicieron, nadie jamás volvió a saber de F. Bruce Russell.

¿Un fraude? Siempre existe dicha posibilidad en cualquier empresa humana que pueda suscitar la codicia de los demás. La desaparición inesperada de Russell sería la mejor manera de desfalcar a sus socios, aunque Hill afirma que los miembros del sindicato vieron con sus propios ojos las maravillas subterráneas. ¿Existirán aún las galerías llenas de osamentas y momias gigantes? Es muy posible, aunque vale la pena aclarar que las pruebas termonucleares realizadas en el desierto de Nevada en la década de los ’50 bien pudieron haber causado derrumbes que destruyeron para siempre los restos de una civilización antediluviana.

“El oeste,” escribe Ferenc Morton Szasz en su libro Great Mysteries of the West, “ha sido el nido de una combinación inigualada de tradiciones culturales – la angloamericana, la hispana y la nativoamericana. Cada una se ha valido de sus propias tradiciones populares para contribuir al tema de los misterios del oeste,” agregando que “los misterios del oeste emergen casi naturalmente, surgiendo de la magia de la tierra en sí”.

Desde hace un año, la televisión nos viene regalando programas sobre cómo sería el planeta si desapareciesen los seres humanos repentinamente y sin explicación (o para los aficionados de la nueva era, que nos viesemos sometidos a una “vibración repentina” que nos trasladara a otro nivel). Los realizadores de estos documentales hipotéticos nos muestran lo que sucedería al paso de los minutos, horas, dias, meses y años desde que se esfumara nuestra especie. Hasta los monumentos mas impresionantes de nuestra civilización, indican estos especiales televisivos, sucumbirían ante el inmisericorde embiste del tiempo. Ni siquiera sobrevivirían – como había afirmado el autor Brad Steiger en la década de los ’60 – las enormes represas de hormigón del oeste norteamericano, y la hábil mano del experto en CGI nos ilustra la destrucción del Hoover Dam con un detalle impresionante.

Es muy posible que nuestra especie sólo desaparecería tras un acto violento – una guerra nuclear o el impacto de un asteroide contra nuestro mundo – o el proceso no tan violento, pero igual de mortifero, de una pandémica o hambruna. Los escombros que encontrarían arqueólogos de otro mundo que hundiesen sus azadones láser en la Tierra serían sumamente interesantes. Podemos imaginar la curiosidad que sentirían los miembros de una futura humanidad ante los objetos de nuestra cultura, cuyo propósito no sería apreciable a primera vista.

Para los que crecimos leyendo comics y libros de ciencia ficción, es dificil olvidar la novela de la película 2001: La odisea del espacio, escrita por Arthur C. Clarke y traducida al castellano por Antonio Ribera. Uno de los protagonistas de Clarke, el científico Heywood Floyd, mira absorto al gran “monolito negro” que juega un papel principal en la narrativa, y se pregunta quíen lo pudo haber hecho y enterrado en la superficie lunar. El escritor Clarke sugiere extraterrestres, como es de esperar, pero añade casi enseguida “o una civilización no humana que vivió en el Pleistóceno”. A pesar de que 2001 es una obra fantástica, ¿hay algo de cierto en este comentario aparentemente pasajero que hace Clarke en su escrito? ¿Hubo una civilizacion proto-humana o no humana antes de la nuestra?

El romano Séneca afirmaba en su tratado Naturales Quaestiones : “Aún antes del reinado de Filipo de Macedonia, los hombres se abrieron paso en el mundo de las cavernas, donde resulta imposible distinguir la noche del día, y penetraron los lugares más recónditos. Vieron grandes y poderosos ríos, enormes lagos inmóviles, y panoramas que les hicieron temblar de miedo, pues habían descendido a un mundo en el que la naturaleza está de cabeza. El suelo colgaba sobre sus cabezas (¿estalactitas?) y escucharon el silbido sordo del viento en las penumbras. En las profundidades, aterradores ríos conducían a la nada en una oscuridad perpetua e inhumana. Después de tantas proezas, estos hombres ahora viven temerosos, tras haber desafiado las llamas del averno”. (Boston: Loeb Classical Library, 1971). El filosofo estoico que fuera preceptor de Nerón apuntó también que esos vientos podían tener tal fuerza que era la causa de los devastadores terremotos que sacudieron el mundo antiguo – ya comenzaba a verse el intento por parte de los sabios en encontrar causas a los fenómenos sin la necesidad de adjudicarlas a cierta deidad u otra. No sabemos si el gran filósofo nacido en Córdoba transmitió a Nerón su curiosidad por las cavernas y las entrañas de nuestro planeta, pero sí tenemos constancia de que el emperador despachó una expedición al norte de África bajo el mando de Celesio Baso, vecino de Cartago, para localizar una serie de cuevas supuestamente llenas de tesoros. Aunque el legado del emperador regresó con las manos vacías, se cree que la leyenda de dicha caverna de tesoros pudo haber sobrevivido para inspirar la gruta de Ali Baba en Las mil y una noches.

El mundo de las cavernas tuvo un gran atractivo para nuestros antepasados. En todos los continentes, estos espacios oscuros pasaron de ser meros lugares de cobijo – a menudo arrebatados a un oso u otro animal salve – a convertirse en santuarios en los que veneraban fuerzas elementales o totémicas. Lugares que conocemos por sus denominaciones contemporáneas, como Lascaux y Altamira en Europa y Guitarrero y Lauricocha en las Américas. Resulta casi incomprensible imaginar a nuestros ancestros enfrascados en la dura tarea de ilustrar complejas escenas de caza que son bellas desde nuestra perspectiva, en la oscuridad de las grutas, asistidos sólo por la luz de las antorchas.

Un sinnúmero de culturas considera que el origen de su pueblo se remonta a una cueva específica. Los taínos del Caribe, por ejemplo, afirmaban haber salido de las entrañas de la Caverna de las Maravillas en la actual isla de La Española. La cara opuesta de esta creencia mantiene que las cavernas son lugares ocupados por seres inmundos. La mitología asigna algunos de sus elementos menos inspiradores a estos sitios, como el caso de las brujas trogloditas de Tesalia en la tradición griega, o a dragones, gnomos y otros seres en la tradición germánica; los estudiantes de literatura anglosajona siempre comienzan sus estudios con la lectura del temerario Beowulf internándose en las profundidades para inmolar al temido Grendel.

Pero este trabajo no tiene por mira examinar situaciones ficticias ni las asociaciones psicológicas de las cavernas: en nuestro propio siglo XXI, bisecado por la superautopista informativa y al borde de la realidad virtual, persiste la creencia de que estos sitios siguen representando una fuente de pasmo y de miedo.

En diciembre de 2006, la cadena Discovery transmitirá un especial televisivo sobre las extrañas cavernas localizadas por expertos en el monte Roraima de Venezuela – oquedades de millones de años de edad donde las telarañas han pasado a convertirse en estalactitas y los microbios se alimentan de sílice. Pero hay cavernas más extrañas aún, vinculadas al mundo de lo paranormal.

Las experiencias del esoterista Alan Greenfield – cuyos escritos buscan el vínculo entre el fenómeno ovni el ocultismo – difícilmente se comparan con las legendarias peripecias del Alan Quartermain de H.Rider Haggard, pero representan un buen punto de partida para nuestro trabajo. En su obra Secret Cipher of the Ufonauts (Atlanta: Illuminet Press, 1993), Greenfield aborda el tema de las cavernas en una entrevista con un tal “Terry R. Wriste” (seudónimo fonético y jocoso, que significa “desgárrate las muñecas”), presentado com “escritor de temas relacionados con la guerrilla urbana de los ’60”. En el transcurso de la charla entre estos personajes, el tema del siempre controvertido Richard Shaver – defensor de la existencia de los seres intraterrestres conocidos como “deros” o “robots detrimentales” que aquejan a la humanidad y controlan su forma de pensar – sale a relucir, y el guerrillero urbano hace el siguiente comentario a Greenfield: “Sería allá por 1961 o ’62. Ray Palmer [antiguo director de la revista FATE] estaba reeditando muchos materiales [escritos por] Shaver en 1940 sobre el mundo subterráneo, que según Shaver, estaba ocupado por una civilización antediluviana que se había trasladado a las entrañas de la tierra, aunque Palmer y sus seguidores apostaban por una realidad mas esotérica, como la cuarta dimensión o algo así...pues bien, Dick Shaver tuvo problemas con la ley, abandonó Wisconsin y fue a esconderse. Curiosamente, fue durante este momento que obtuve su dirección y me relacioné con un grupito de guerrilleros a ultranza que habían decidido – sin mediar un solo concepto metafísico – internarse en las cavernas para matar a los bastardos que controlaban nuestras mentes. Dick le había dado instrucciones a varios grupos anteriores, y algunos de ellos habían ido. La mayoría no regresó, pero algunos lo hicieron, entre ellos un veterano de la Segunda Guerra Mundial, que se descubrieron una caverna cerca de Dulce, Nuevo México...”

Para los lectores que no estén familiarizados con la obra de Richard Shaver, el mundo subterráneo de los “deros” se conecta al nuestro a través de una serie de cavernas y pozos, muchas veces debajo de nuestras propias urbes. Aunque la mayor parte de este “mito” ha sido rechazado como ciencia-ficción de pésima calidad, seguiremos con la relación del Sr. Wrist.

“Esto habría sido en 1948, y este tío y su equipo se internaron a través de una puerta y hacia abajo, a lo largo de lo que parecía ser un tiro de elevador sumamente antiguo hasta parar en una urbe intraterrena, donde localizaron a los “deros” y – según me contó – destruyeron algunas máquinas...no le creí, pero el mismo Shaver nos había dado algunas ubicaciones aquí mismo en el sur de los EE.UU. que según él, eran las cavernas que conectaban al mundo interior...el norte de Georgia en donde se encuentra el bosque estatal de Chatahoochee, el sur de Carolina del Norte y el condado de White en Georgia.”

En este momento del alucinante intercambio, el escritor le pregunta a su misterioso entrevistado. “Así que tú y tu grupo de paramilitares buscaron la entrada al mundo intraterreno. ¿Y qué pasó entonces?”

“Se abrió una puerta y entramos. Íbamos mucho mejor armados que el grupo en la década de los ’40. Erramos un grupo variopinto – veteranos recientes de la guerra de Vietnam, fugitivos de las brigadas armadas de resistencia contra la guerra de Vietnam, y un fulano que había luchado con los Panteras Negras. Éramos diez en total... descendimos y hacía mucho frío. Pensé que Shaver efectivamente había estado en este sitio, y que se trataba de una antigua concesión minera, hasta que pude escuchar el zumbido. Para entonces ya estábamos en una especia de caverna, una oquedad excavada artificialmente e iluminada con un resplandor verde y difuso que no provenía d ninguna fuente identificable. De todos modos, la zona parecía más una de las bases alienígenas que se mencionan en la actualidad y no una de las ciudades de Shaver. Nos enfrentamos con unos seres diminutos y de color gris – humanoides a grandes rasgos – y uno de los nuestros exclamó “¡dero!” y abrió fuego. Tenía un subfusil M-1, si mal no recuerdo. Un solo disparo, pero la pequeña criatura gris se iluminó repentinamente de color azul y desapareció. Escuchamos un sonido y sentí que mi propia arma – un M-16 – se volvía intolerablemte caliente. La dejé caer al suelo y me di la vuelta para salir corriendo. En ese momento vi dos criaturitas que me amenazaban con una red. Parece que la sugestión mental que me hizo soltar el subfusil no aplicaba a la vieja pistola Luger que llevaba en mi cinturón, y una de las criaturillas recibió la sorpresa más desagradable de su vida. Explotó, mientras que la otra criatura soltó la red y salió corriendo, corriendo pendiente arriba. La perseguí, escuchando el zumbido y el ruido de ráfagas de balas y explosiones detrás de mí. Pero cuando salimos a la luz, el diminuto ser desapareció... de nuestro grupo, tres regresan a la superficie. Uno moriría de leucemia al año de haber tenido la experiencia.”

A estas alturas, el dialogo entre el controvertido Greenfield y el Sr. Wriste pasa de las aventuras intraterrenas a los códigos utilizados por Aleister Crowley para comunicarse con los “jefes secretos”, dejando a lector más perplejo que nunca en cuanto a la realidad o irrealidad de los hechos.

Pero las experiencias que han tenido otros con estos sitios subterráneos no pueden pasarse por alto. Ron Calais, veterano investigador de lo forteano, señala la odisea vivida por los mineros David Fellin y Henry Throne, supervivientes del colapso de una mina de carbón en el estado de Pennsylvania en 1963. Tras su rescate, ambos mineros afirmaron haber visto una enorme puerta abrirse en una de las galerías de la mina, revelando la presencia de unas escalinatas de mármol bañadas de luz azul, y seres vestidos en “atuendos extravagantes” que los miraban fijamente. Fellin y Throne juraron que su experiencia no había sido una alucinación producida por la presencia de gases venenosos o por la falta de oxígeno. Y casi una certeza que ambos supervivientes no tenían conocimiento alguno de las experiencias de Alfred Scadding, el único que sobrevivió al trágico desastre de la mina Moose River en 1936. Después del desplome, Scadding y algunos compañeros de trabajo que aguardaban el rescate juraron haber escuchado el sonido de carcajadas y gran regocijo proveniente de una de las galerías. Pensaron que tal vez estaban escuchando juegos infantiles en la superficie, cuyos sonidos se filtraban a través de algún respiradero. “No había ningún desfogue, pero lo escuchamos claramente. Risas y alboroto, como de gente que se divertía. El sonido duró veinticuatro horas.” (Steiger, Brad. Atlantis Rising. NY: Signet, 1975).

Más sorprendente aún es el testimonio de Glenn Berger, inspector de minas para el estado de Pennsylvania, quien informó a las autoridades estatales que el derrumbe de la mina carbonera de Dixonville en 1944 no había sido un accidente, sino “un ataque por seres capaces de manipular la tierra y cuyos lares habían penetrado los mineros”. Como si de un cuento de H.P. Lovecraft se tratara, el inspector Berger apuntó que los mineros no murieron aplastados, sino a consecuencia de heridas producidas por grandes garras. Uno de los sobrevivientes dijo haber visto una criatura “inmunda” que causó el derrumbe. El informe del inspector fue mencionado por primera vez en una nota de prensa por Stoney Brakefield en el periódico Extra en julio de 1974.

El mismo año en que se produjo el desastre de Moose River, Jack McKenna, autor del libro Black Range Tales (Rio Grande Press, 1969) tendría su propia experiencia con los enigmas que circulan en el mundo bajo nuestros pies. Según el autor, había tenido la oportunidad de ver la manera en que dos doncellas amerindias parecían caminar directamente hacia la pared de un desfiladero, sólo para salir con cubetas de agua para darle a sus burros. Intrigado, McKenna y su amigo, Cousin Jack, se acercaron para descubrir una grieta que abría paso a una cueva oculta que contenía un manantial. Al día siguiente, los dos amigos se propusieron explorar la cueva, pensando tal vez hallar oro o minerales dejados atrás por bandidos. No habían avanzado mucho en su exploración cuando se toparon con huesos humanos, escuchando una voz que suplicaba clemencia. El lector se podrá imaginar la velocidad con que abandonaron el lugar.

Los enigmáticos OOPARTS

Hace algunos años la revista rusa Aura-Z publicó un artículo por el investigador ruso Vladimir Rubtsov acerca de un hallazgo de alta extrañeza: un artefacto misterioso conocido únicamente por el apelativo "la bola negra" y cuyo origen era supuestamente extraterrestre. La esfera había sido sometida a la consideración de especialistas de gran prestigio de la Academia Rusa de Ciencias, el Instituto de Ingeniería Física de Moscú, y la Asociación Industrial y Científica Soyuz.

El descubrimiento del aparato fue producto de un accidente afortunado. En 1.975, durante la realización de excavaciones rutinarias en una cantera en el sur de la Ucrania, los obreros dieron con el objeto a una profundidad de 26 pies. Uno de los trabajadores quedó sorprendido por la configuración casi perfecta del objeto y la extrajo, llevándola a su hogar como una novedad para su hijo. Con el paso del tiempo, la capa de arcilla que cubría el objeto comenzó a desmoronarse, revelando una esfera de consistencia parecida a la obsidiana. Un maestro llevó la extraña formación al museo comarcal, en dónde permaneció por muchos años antes de llegar a las manos de Boris Naumenko, académico adosado al Instituto de Ciencias Terrestres. Naumenko y sus colegas habían oído relatos sobre el supuesto origen "extraterrestre" del objeto y sus poderes "psíquicos", así que se lanzaron a realizar una investigación científica del objeto para averiguar su composición y origen.

Las pruebas iniciales ensayadas sobre la "bola negra" revelaron que pesaba entre cuatrocientos y seiscientos gramos, tenían un diámetro de 18 pulgadas, y estaba revestida de una capa amarillenta de depósitos varios. No fue posible determinar su edad, aunque el descubrimiento se había producido en una capa de arcilla de diez millones de años de edad--tomando en cuenta la posibilidad de que el objeto pudo haber sido depositado allí posteriormente. Sin embargo, resultó posible estimar que las partículas que rodeaban el objeto tenían varios millones de años de edad

El investigador Rubtsov pasa a decir en su artículo que se practicaron varias radiografías al objeto y se descubrió que tenía un núcleo cuya densidad era menor que cero. La superficie vidriosa del objeto no guardaba parecido alguno con las sustancia vítreas conocidas, y la antigüedad del objeto eliminaba la posibilidad de que el objeto fuese manufacturado por civilizaciones humanas. Y si resultaba cierto que el objeto era artificial, representaba la tecnología de una sociedad no humana y posiblemente extraplanetaria. La masa negativa del núcleo del objeto llevó a varios sabios a pensar que se trataba de un envase que contenía antimateria: parte del sistema de propulsión de una posible astronave. Rubstov comenta que la única manera de determinar el contenido del objeto era perforándolo, con resultados que bien pudieran ser catastróficos.

Parecería ser que otros objetos extraños (conocidos en inglés como OOPARTS, "out-of-place-objects" u objetos fuera de sitio en el lenguaje de la investigación forteana) también fueron descubiertos en la antigua Unión Soviética. En 1993, se encontró un objeto de forma espiral en una mina de los Urales. Las pruebas metalúrgicas comprobaron que se trataba de un artefacto hecho de wolframio y molibdeno y cuya edad podía fecharse entre veinte mil y trescientos mil años de edad.

Pero mucho antes de que se descubrieran objetos extraños en Eurasia, una familia en la ciudad de Jacksonville (Florida, EUA) había descubierto un artefacto que desafió todos los intentos realizados por clasificarla.

Según una noticia de Prensa Asociada del 12 de abril de 1.974, Antoine Betz y su esposa Gerri encontraron un objeto de forma esférica que pesaba unas veinte libras y cuyas dimensiones eran menores que las de una bola de boliche. El extraño artefacto parecía estar hecho de un metal altamente pulido y fue hallado justo en medio del patio delantero de la casa de los Betz.

La "bola Betz", como se le llegaría a conocer, era capaz de realizar proezas verdaderamente asombrosas, como rodar hacia un lugar determinado por su propia cuenta y regresar a la persona que la había hecho rodar; vibraba y zumbaba como respuesta a los acordes de una guitarra. El interés por la esfera la convirtió en la sensación del momento, llegando a atraer la curiosidad de la Marina de Guerra de EE.UU., que la pidió prestada a los Betz para someterla a una serie de pruebas. Los escépticos no demoraron en presentarse, alegando que la milagrosa esfera de metal no era más que una válvula de retención de una fábrica de papel, y la curiosidad del público se extinguió después de dicha aseveración.

Sin embargo, el investigador Bill Baker llegó a establecer que la "bola Betz" era tan increíble como se había pensado originalmente. Presentando los datos producidos por las pruebas oficiales, Baker comprobó que el objeto parecía albergar cuatro objetos distintos en su interior y que contaba con tres polos magnéticos no lineales: una anomalía científica. Si se le golpeaba con un martillo, el objeto producía sonidos como una campana; si se le colocaba sobre una mesa de vidrio, el objeto parecía ir "en busca" de la orilla de la mesa para luego alejarse de ella; si se inclinaba la superficie de vidrio, el objeto se desplazaba--asombrosamente--en el sentido contrario. La especulación sobre la verdadera naturaleza del objeto misterioso iba desde una sonda alienígena hasta un dispositivo antigravitatorio extraído de un OVNI derribado.


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